La impaciencia es una cualidad emocional que se complementa, dentro de la estructura emocional, con la paciencia. Ambos aspectos son los dos extremos de una misma estructura y, como siempre, tienen su justa medida que les hace ser equilibradas y sanas o desequilibradas e insanas. Quizás la impaciencia sea más fácil de identificar como perjudicial, sin embargo, fuera de justa medida, ambas, paciencia e impaciencia, pueden resultar insanas.

Siempre resulta esclarecedor, curioso, útil y culturizador conocer los orígenes de las palabras, su etimología. La palabra “paciencia” deriva del latín patientia, y ésta de pacere, “pacer”, haciendo referencia a la actitud que mantienen los animales herbívoros que se alimentan en el campo: una actitud tranquila. La “impaciencia” es un estado de intranquilidad asociado a no poder o no saber esperar que algo suceda o deje de suceder. Este estado puede estar conformado, a nivel emocional, por diversas sensaciones, emociones y sentimientos como: desesperanza, exasperación, irritación, enfado, desagrado, nerviosismo, excitación, etc.

El niño, en general, suele parecer impaciente, ya que su percepción del tiempo y su manera de relacionarse con él son diferentes a las del adulto. Al margen de que el tiempo es un proceso neuroquímico y que cada persona lo percibe de manera diferente, en el niño pequeño esta percepción está influida porque no concibe el pasado, el presente y el futuro desde un punto de vista intelectual adulto, resultándole muy difícil comprender el sentido del “mañana”, “la semana que viene” o “el mes que viene”. El niño vive mucho más en el presente que en el pasado o en el futuro, dado que es mucho más emocional que racional y, con el crecimiento, el desarrollo y la educación, va adquiriendo una concepción del tiempo diferente. La impaciencia se puede aprender, aunque también el niño puede ser impaciente por naturaleza y mantener esta actitud a lo largo de su vida adulta.

En el niño, la impaciencia es la incapacidad de esperar (tranquilo) un tiempo para alcanzar un resultado. Este resultado puede ser algo material o no, una recompensa, un objetivo en los estudios, la respuesta ante una pregunta o demanda, un hecho que sucede un día o a una hora concreta, etc. Como ya he mencionado, la impaciencia puede ser innata pero también es un programa mental y emocional que, como cualquier otro, puede ser programado y desprogramado por el entorno familiar, escolar o social.

La impaciencia, como actitud cotidiana y en grado desajustado, desarrolla en el niño una serie de tendencias emocionales desequilibrantes, ya que se convierte en: excesivamente demandante, nervioso ante las esperas, intolerante con las personas lentas, con bajo nivel de frustración, y otras conductas que afectan a la convivencia y a las relaciones personales. Este programa emocional y mental puede ser inducido por la educación que recibe en el sistema familiar, ya que si uno de los padres es impaciente o la familia en sí tiene esta tendencia, el niño puede imitar el modelo de conducta. También, si desde la infancia, a cada demanda que hace se le responde con inmediatez, el niño se acostumbra a ser satisfecho con rapidez en sus deseos y peticiones, no aprendiendo que desde que se quiere algo hasta que se tiene puede pasar un tiempo más o menos prolongado.

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