Hasta los años 90 del siglo pasado la valoración que se realizaba sobre el plano mental tenía que ver con el cociente intelectual. Este es el resultado numérico que se obtiene de la realización de una serie de pruebas estandarizadas, que permiten medir las habilidades cognitivas de una persona, según la edad. De este modo se medía la “inteligencia”, considerando ésta como “la habilidad a través de la cual los individuos son capaces de comprender cosas complejas y de enfrentar y resolver ciertas complicaciones a través del razonamiento”, u otras definiciones en la misma línea. En los años 90 se empezaron a publicar estudios que consideraban otros aspectos de la inteligencia más allá del plano mental, acuñándose conceptos como “inteligencia emocional”, “inteligencia social” y otros. Hoy en día, se considera a la inteligencia como algo más que el resultado de unas pruebas estandarizadas. En este epígrafe se va a valorar la “inseguridad intelectual” referida a la “inteligencia mental”, ya que para muchos sistemas familiares y escolares, sigue siendo el referente a la hora de valorar al niño, sin tener en cuenta que ya la ciencia ha dejado atrás ese concepto restrictivo y anacrónico.

La inseguridad intelectual se entiende como la falta de seguridad del niño en sus capacidades, habilidades y/o rendimientos intelectuales. Un niño, por su propia naturaleza o por influencia del entorno, puede desarrollar una inseguridad intelectual con consecuencias importantes a nivel emocional, mental y relacional. La inseguridad de un niño en sí mismo, en el plano intelectual, depende de factores internos y externos. Los factores internos pueden ser trabajados para que dejen de ejercer influencia negativa, los factores externos pueden ser evitados, tanto en la familia como en la escuela, si atienden a algunas premisas básicas que hay que tener en cuenta para educar sanamente al niño.

Por poner un ejemplo, la inseguridad en la valía intelectual puede ser inducida por un entorno excesivamente exigente, aunque también por lo contrario. Un sistema hiperexigente puede llevar al niño a no alcanzar las expectativas, por lo que puede sentir que “no da la talla” y pensar que no es válido. Por el contrario, la laxitud en la exigencia, puede llevar al niño a no desarrollar todo su potencial intelectual y, con el tiempo, a sentir que podría dar más pero que no sabe cómo, ya que ha mantenido sus capacidades infrautilizadas por falta de exigencia. Estos y otros factores se analizan a lo largo de este epígrafe desde la perspectiva de la E.E.I.

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