La intolerancia es una cualidad emocional que, como cualquier otra, cumple una función en la emocionalidad humana. El problema con la intolerancia no es en sí mismo por la emoción sino por el grado en que se vive. Tanto en exceso como en defecto puede resultar perjudicial e insana y, aunque habitualmente se entiende que lo inadecuado es ser excesivamente intolerante, mi experiencia profesional me ha demostrado que la tolerancia mal entendida o llevada al extremo también resulta perjudicial para las personas.

Quizás sea necesario definir claramente los conceptos, ya que no todas las personas conceptualizan estas emociones de la misma manera. Según el Diccionario de uso del español María Moliner intolerancia, en su segunda acepción, significa “circunstancia que se da en alguien o algo de no poder tolerar o resistir cierta cosa”. Así mismo, intolerante significa “falto de tolerancia. Intransigente. Exaltado, exigente.” Por último, para completar las definiciones, tolerancia se define como “cualidad o actitud del que respeta y consiente las opiniones ajenas.”

El niño intolerante es aquel que se muestra intransigente, desconsiderado, poco flexible, etc., con las ideas, conductas y/o actitudes de los demás, sean éstos de otros niños o adultos. Si bien puede ser una cualidad con la que nazca, es también muy posible que sea fruto de la educación recibida en el sistema familiar, porque éste se ha mostrado excesivo en la exigencia o, por el contrario, porque una educación demasiado indolente y relajada le ha llevado a creerse en posesión de la verdad y el ejercicio de la autoridad sobre todos los demás. El niño intolerante ejerce poder y dominio, o lo intenta, a base de actitudes de desprecio, crítica y exigencia sobre su entorno y, a menudo, sabe bien a quién puede tratar de esa manera y con quién tiene que comportarse de manera respetuosa y amigable.

Un sistema familiar en el que no se le ponen límites al niño hace que sienta que su opinión y sus deseos son válidos y superiores a los de los otros. Se vuelve caprichoso, voluble, exigente, irrespetuoso, sin tener en cuenta a los demás y tratando de imponer su criterio y voluntad sin tolerar oposición a ello. También puede suceder que un entorno familiar criticador, intolerante y sobre exigente sea un modelo de interacción que él toma como modo “natural” de relacionarse. Imitar aquello que ve en su sistema familiar le puede llevar a mostrarse con los demás de igual manera que sus padres entre ellos, con sus hijos o con otras personas, imitando actitudes como imponer, criticar, insultar, despreciar, etc. No necesariamente ha de ser éste el resultado, pero es importante tener en cuenta que los niños se educan por lo que ven e imitan, y no solamente por lo que los padres les dicen que tiene que ser. Una familia con modos intolerantes es un modelo a imitar o a sufrir, el niño no hace otra cosa que aquello que se ha transformado en un programa mental y emocional para él.

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