El miedo es un tipo de energía del que la naturaleza ha dotado a la vida para facilitar la supervivencia y la evolución. En el caso del ser humano, además de ser un proceso neuroquímico dirigido a la preservación, lo podemos identificar como una emoción. Como tal, puede estar presente en su “justa medida” o “fuera de justa medida”. María Moliner define el miedo como un “estado afectivo del que ve ante sí un peligro o ve en algo una causa posible de padecimiento o de molestia para él”. También es adecuada a este texto la definición de la R.A.E.: “perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”.

En el caso de la E.E.I. los miedos se pueden dividir con relación a cada uno de los planos: físico, emocional, mental o trascendente.

– Miedos en el plano físico: a la enfermedad, al dolor, a la agresión, los accidentes, a los animales, miedos ancestrales…

– Miedos en el plano emocional: a la soledad, al rechazo, al sufrimiento, al abandono, a sentirse inferior, al ridículo…

– Miedos en el plano mental: a la locura, a la pérdida de la identidad, a la enfermedad mental, a los pensamientos sucios o pecaminosos, al fracaso, a la equivocación…

– Miedo en el plano trascendente: a la muerte, a los espíritus, a los fantasmas, a otras dimensiones…

En los niños, unos miedos son innatos, heredados en los genes como forma de supervivencia, otros son enseñados y otros aprendidos. Es sobre los dos últimos sobre los que los padres pueden influir ya que, a través de la educación, de la proyección y de la experiencia vital, el niño puede ir adquiriéndolos de manera sana o insana. En ocasiones, a través de la educación, el sistema familiar, escolar y/o social, instala programas de miedos emocionales y mentales en el plano inconsciente del niño para, de forma premeditada o sin intención, activarlos en situaciones concretas. Esto lleva a que las conductas del niño, sus acciones, sus aprendizajes, relaciones, etc., puedan verse mediatizadas, desarrollando patrones emocionales y mentales cuya influencia persiste a lo largo de toda la vida. Como maestro, como padre y como terapeuta, he visto todo tipo de situaciones y oído todo tipo de frases programadoras de los miedos, estos son algunos ejemplos: “no te voy a querer”, “que viene el perro y te muerde”, “que viene el hombre y te lleva”, “te vas a quedar solo”, “que viene el policía y te lleva preso”, “que viene el médico y te pincha”, “Dios lo ve todo y te castigará”, “los niños malos van al infierno”, “te voy a encerrar en el cuarto oscuro” y un largo etcétera. Estas frases pueden parecer inocentes, pero mi experiencia profesional me ha demostrado que no lo son cuando se vivencian como un problema, consulta tras consulta, en jóvenes y adultos de todas las condiciones económicas, culturales y sociales. Utilizar durante la infancia el miedo a cosas, animales, personas o situaciones, para conseguir conductas adecuadas, puede crear programas emocionales inconscientes que, en la edad adulta, influirán en la vida cotidiana de la persona de forma perjudicial y, habitualmente, de manera inconsciente.

La mayoría de las veces, los padres no son conscientes del perjuicio de usar el miedo para educar, ni si quiera se dan cuenta de que están utilizando este tipo de estrategias, ya que es un hábito normalizado y aceptado dentro de la relación padres – hijos. No se trata solamente de que el niño desarrolle un miedo concreto, sino el hecho de utilizar el miedo como instrumento para educar, algo no aceptable en una educación emocional sana.

El tema del miedo podría dar para escribir un libro entero, en este texto lo desarrollo de manera resumida y concreta para facilitar la información que considero más importante a tener en cuenta.

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