Como las demás estructuras emocionales, la estructura Gentian o Genciana presenta múltiples facetas y matices que se pueden dar en mayor o menor grado en las personas, sin olvidar también que una estructura emocional puede ser vivida en justa medida o fuera de justa medida. De este modo, Gentian tiene que ver con el pesimismo, el miedo al fracaso, la baja tolerancia a la frustración, la decepción, el desaliento y la renuncia, etc., y también con el optimismo, la voluntad de seguir adelante y el enfoque mental en las soluciones más que en los problemas.

En mi experiencia profesional las personas más difíciles de tratar no son las que acuden a la consulta con los casos más graves, sino, precisamente, las pesimistas. Esto tiene que ver con el hecho de que la mente del pesimista está entrenada para enfocar su atención en lo no conseguido, la carencia o el fallo, aunque su entidad sea mucho menor que la de lo alcanzado o el acierto. De esta manera, siempre que estamos en la fase de la consulta “en positivo”, la persona puede estar enumerando los cambios, las tomas de conciencia, las comprensiones, los hábitos incorporados, y cada vez o casi cada vez que alude a uno de esos beneficios le añade el “pero…”, haciendo alusión a lo que todavía le falta por alcanzar, al pequeño fallo que tuvo, lo mucho que tardó en conseguirlo, etc. Es decir, cada vez que alude a un hecho positivo, suele añadir inmediatamente una frase en negativo que invalida el éxito y lo convierte en un fracaso. Esto es habitual. De las muchas personas pesimistas que han pasado por mi consulta recuerdo varios casos en los que las o los pacientes, literalmente, no eran capaces de decir una frase positiva sobre algo sin añadir un “pero” y una frase negativa, sin embargo no eran conscientes de ello. Habitualmente, su educación en la infancia y la influencia de su familia eran causa inicial de esta situación, aunque no se trata de buscar culpables ya que formaba parte de las lecciones que su Ser interior había venido a aprehender.

Los “peros”, los “es qué…”, los “no se puede”, los “no saldrá bien”, y muchas otras frases en la misma línea, forman parte del código lingüístico de la persona atrapada en la estructura emocional Gentian mal aspectada. Su mente recurre a ese tipo de argumentos y programas de manera mucho más habitual que a los de naturaleza optimista. El lenguaje emitido, el diálogo interno y el lenguaje corporal retroalimentan los programas emocionales y mentales y éstos, a su vez, favorecen esa manera de relacionarse y comunicarse con uno mismo y con el entorno. Se crea de esta manera una burbuja de pesimismo, un filtro con el que se contempla la realidad de modo que no puede ser percibida de otra manera, hasta el punto de que la persona no puede entender por qué los demás ven las cosas de manera positiva u optimista. No se da cuenta de que son sus programas, conscientes o inconscientes, los que mediatizan su visión de lo que le rodea. Esto repercute en al plano físico, en la actitud y en la corporalidad, de modo que los rasgos de la cara y la actitud del cuerpo pueden llegar a somatizar esa tendencia pesimista, derrotista o fracasada. Los rasgos y actitudes parecen estirados hacia el suelo, como si el cuerpo quisiera echarse y darse por vencido: ojos tristes, cejas que parecen querer caer por los lados de la cara hacia el suelo, labios curvados hacia abajo en sus extremos, manos que tiran de los brazos y de los hombros hacia abajo, espalda encorvada como llevando un gran peso que la aplastase, caminar lento y pesado… son rasgos que la energía del pesimismo puede llegar a plasmar sobre el cuerpo. Si esta actitud se conserva durante años, los rasgos y el lenguaje corporal se integran, normalizan, automatizan y se hacen inconscientes, con lo que la persona no lo percibe con facilidad pero los que la contemplan desde afuera sí. (Estos rasgos no son exclusivos de la persona pesimista, y no todo pesimista los tiene por qué mostrar).

El pesimismo no suele ser un factor único y determinante por el que una persona se acerca a la consulta, sin embargo, sí lo son las consecuencias de esa actitud, aunque la persona no se dé cuenta de ello. El pesimismo anula el atrevimiento, la iniciativa, la querencia por el reto, la novedad o el riesgo. Se apega a lo seguro y se repite refranes y sentencias como “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”, “más vale pájaro en mano que ciento volando”, “virgencita, virgencita, que me quede como estoy” y otras que, tantas y tantas veces, se dicen no solo de palabra sino también de pensamiento. Siguiendo el mapa emocional de una paciente pesimista se puede ver cómo, en su caso, pasa al “miedo al fracaso”, de ahí a la “autoexigencia” y la “necesidad de control”, de estos programas deriva al “perfeccionismo”, “la frustración constante” y la “autoestima baja” y de aquí al “agotamiento mental”, la “cavilación” y el “bajón emocional profundo”. Es posible que la persona se presente en consulta con estos tres últimos síntomas o señales, y piense que su problema es eso que percibe, pero el origen no es otro, en este caso, que un programa de pesimismo adquirido en la infancia, que ha acompañado a la persona a lo largo de toda su vida.

¿Qué se puede hacer ante esta situación? Para mí la respuesta es clara: un buen trabajo terapéutico dirigido a las causas originales, a las emociones primigenias y a cambiar la programación emocional y mental de la persona. La vía que yo empleo es la Terapia Floral y la Técnica de Mapas emocionales, y puedo decir que, aunque con un poco (o mucho) más de trabajo que en otros casos, al final se puede conseguir la justa medida entre optimismo y pesimismo para la persona.

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